La Desgraciada

Cuentan una historia en varios municipios, algunos le agregan otros le restan y más lo narran con morbosidad, sorpresa y resignación, como si la gente estuviera acostumbrada a estas tragedias: “Hay que ponerse al tiro, porque una no sabe si le puede pasar”, “Ya ni hablar, pobre muchacha”, “Ay, qué tristeza, ya no sabe una de dónde vendrá la muerte”. O con ignorancia: “Seguro ella se lo buscó”. Otras voces no se resignan y dicen: “¡Hagamos algo! ¡No podemos permitir que nos las maten!”

La Desgraciada, por Tania Ortega García.

Relatan que ocurrió en un barrio del norte del Estado de México, una zona suburbana, allá por Naucalpan de Juárez, muy cerca de Tlalnepantla de Baz. En aquel lugar la muerte huele a seco, como si en un desierto de asfalto se caminara dejando huellas de sangre.

Julio conoció a Martha en el verano, se la presentó un amigo cuando fueron a beber a La Desgraciada. Este bar se encuentra sobre una avenida grande, debajo de un puente automovilístico, la fachada es beige con ese matiz que da la pintura de aceite, una mezcla entre mugre y antigüedad; el portón es azul, tiene una pequeña puerta individual que se desliza para dar acceso a los clientes, principalmente son hombres. Adentro hay dos áreas, la primera es una especie de cuarto de tres por siete metros; en medio se ubica la cantina, ahí una fichera atiende, alrededor hay doble fila de mesas. Al fondo se encuentra la segunda área, más o menos con la misma extensión, pero más oscuro, con una rocola en medio.

Esa vez Julio llegó muy feliz a saludar a todos. Su sentido del humor generalmente es así, agradable y cotorro; le gusta mucho la bebida y lo anima a seguir la fiesta, pero a veces se convierte en su peor enemiga. Llegó Martha un par de horas después acompañada de su amigo, El Jilote, ambos son personas muy altas y anchas.

—Dos cervezas, por favor —pidió.

La noche llegó sutilmente, el calor y las bebidas los llevaron a la cama rápido. Julio despertó con la cruda realidad de un cuerpo desconocido al lado. En seguida Martha levantó la cabeza y lo volvió a besar apasionada.

Desde entonces comenzaron una relación, tras un año Julio la llevó a la casa de sus padres a que los conociera. La familia la aceptó, parecía una mujer distinta a las otras, decían. Una mujer “fuerte, con los ovarios bien puestos, sin pelos en la lengua, que miraba de frente”. Y sí, hablaba recio, sin tapujos ni miedo, confiada de sí misma.

—¿Para cuándo los hijos?
—Para luego, doña. No estamos para esas barbaridades, ya ve que su hijo con uno tiene.
—Pero ni lo ve, hija, la mamá no lo deja.

Martha conversó con todos con fluidez y simpatía hasta que El Jilote le llamó. A continuación, llegó un Chevy negro 2004, pero que parecía de los noventa, por lo maltratado, y se marchó.

La siguiente semana Martha arribó a casa de Julio. Al escuchar el retumbe de la puerta éste se asomó por una de las ventanas, apenas divisó la figura femenina corrió a abrir.

—¿Qué pedo, por qué te fuiste?
—Pues nada, que cayó otra chambita, pero era de tomarla en corto sino se nos iba.
—Pero al menos me hubieras avisado, estaba preocupado.
—¿Y tú qué, aprovechaste para irte con tu ex o qué? Si ya te imagino con lo calenturiento que eres.

La discusión se extendió hasta que a Julio se le ocurrió ir por una cerveza a la tienda, luego por un pomo. Después se dieron algunas líneas de coca, se encontraron en un viaje de adrenalina y acción por un mes.

El sol quemante caía afilado sobre Julio, quien tenía un físico robusto —como los obreros de los murales de David Alfaro Siqueiros—, moreno y color chocolate, mientras trabajaba la hojalatería de un carro en la calle, justo al lado de su casa.

Rentaba un cuartito de cinco por cinco metros, en la colonia Río Blanco, las paredes eran azul claro y dos de ellas tenían dos grandes ventanales, eran lo único bonito de aquel lugar.

El ardor del mediodía en verano atravesaba los portillos y las cobijas guardaban un olor a sucio, traspasaba también el hedor de la basura quemada a los alrededores. Martha se levantó harta del peso de su cuerpo, del crujir de su estómago y del dolor de su cabeza. Salió a buscar de comer.

Ya llevaban año y medio juntos, comenzaron a alejarse. Martha creía que Julio la engañaba, lo celaba todo el tiempo y llegaban a golpearse, como tenían un porte y fuerza igualable lo hacían sin miramientos.

Julio coqueteaba con mujeres en los bares, en las fondas, con las amigas de su familia, buscaba a su ex y evitaba a Martha. Hasta que ésta se cansó:

—¿Ya no me quieres? Me engañas ¿verdad? Estoy harta de ti, de que no me hagas caso —se marchó.

Una noche, Julio acudió a La Desgraciada. Ahí conoció a Irene, una chica de la colonia más joven que él, quizá tenía diecinueve años; era delgada y tranquila, tenía un carácter sosegado y pacífico. Identificaba a sus padres, eran los dueños de una tienda del centro, también a su hermana pequeña, quien siempre estaba a su lado cuando la encontraba en el mostrador.

Comenzaron a salir, a tomar un café, una naranjada o una chela. Una vez, posterior a una visita larga a La Desgraciada se fueron a casa de Julio. La profundidad del cielo despejado y la ausencia de la luna ahogaba el hogar de Julio, aparentaba ser más estrecho; el viento gélido recorría los resquicios haciendo ruidos extraños, los cuales sonaban como conversaciones diminutas, historias lejanas, relatos de la noche.

Pusieron música en el celular, subieron el volumen y bailaron brincando en la cama. Irene estaba contenta y mareada, seguía tomando.

Afuera sonó el arribo de un carro, el golpe de sus dos puertas al cerrarse y unos pasos cada vez más cercanos.

El Jilote tiró la puerta de un golpe, Martha entró:
—¡Ya llegó tu dueña! ¿Creíste que no me daría cuenta? Pues ya te cargó… —soltó un puñetazo al estómago de Julio, luego otro y otro, después de tirarlo al suelo le lanzó varias patadas.

Irene gritó:
—¡Déjalo, déjalo! ¿Quiénes son? ¿Quieren dinero? —inocente y absurda a la vez, un poco ebria y alterada, con temor e incertidumbre, parada sobre la cama miraba a los lados.

El Jilote jaló las cortinas hacia el centro del cuarto muy cerca de la cama, sacó la basura del baño, todos los papeles disponibles y la ropa de los cajones.

—Perate tantito, no manches…—Julio se cubría la cabeza con los brazos—Yo te amo, Martha, cálmate.

Ante las palabras, los golpes disminuyeron, por lo que logró levantarse. Entonces con la fusca recibió un porrazo en la cabeza que lo hizo caer de nuevo.

—¡Cállate! Ya no hay tiempo para ti. ¡Muérete!

En tanto, El Jilote tomó un galón de gasolina que fue vertiendo en las esquinas y por donde se le ocurría. Volteó hacia ese cúmulo de ropa vieja frente a la cama y echó los últimos litros de combustible, para luego encender su cigarro y despertar al Dios del fuego.

La destrucción tomó el color naranja que se reproducía por todas las rendijas, azules mezclados con rojos incandescentes se afilaron presurosos.

—¡Hay que salir de aquí!
—Nel, antes yo hablo con esta vieja. ¿Qué creías que me iba a quedar mirando?

Irene la observó asustada y titubeante.

—Pero yo no sabía, no te conozco, no sé qué pasa… Déjame, no hice nada —lloraba nerviosa, aún parada sobre la cama, descalza, con una blusa de tirantes negra y una falda de mezclilla, con las manos cerca de su boca.

—¡A qué te crees que no! Y te mueles —le dio una cachetada que tiró a Irene hacia la pared, de modo que se golpeó la nuca y quedó desmayada.

—Creí que darías más batalla —decía Martha con enojo y molestia—. Ve qué haces con ésta, si quieres echártela es tu pedo —le indicó a su acompañante.

El Jilote la levantó y llevó el cuerpo inerte a la cajuela.

La pintura de esmalte acrílico, la compresora, las pastas para pulir y todos los materiales de la hojalatería comenzaron a explotar. El fuego se expandía con rapidez; las calles vacías y sombrías se alumbraron con un rojo cereza brillante que transformaba todo a su paso.

Martha sudaba mientras subía al auto, El Jilote arrancó acelerado. Se detuvieron a orillas de un parque. Revisaron el pulso de Irene, ella estaba muerta. El Jilote se la llevó hacia el interior de la arboleda.

—¡Apúrales, cabrón! ¡qué no ves que no tenemos toda la noche!

Regresó con el cuerpo entre sus brazos.

—¿Aún la tienes? ¡No manches! ¡Córrele, arregla el show! ¡Pero ya!

Más tarde Irene fue encontrada con signos de violencia sexual en una banqueta, debajo de un árbol cerca de Parque Nacional.

Medio año después, la misma historia era contada por Julio con múltiples tragos encima.

—Pero yo no fui carnal, neta, yo la quería bien a la Irene, ni me dio tiempo de demostrárselo.
—¿Y no fuiste tú, carnal? La neta…
—Nel, no fui yo. Esa Martha está re loca.
—Ah, por eso la tira fue a buscarte con mis tíos… y te ocultaron, para que te escaparas.
—Por mi mamacita que yo no fui, me tuve que escapar porque los jefes de La Irene me estaban culpando. Al chile ¿no me crees? Por Dios, es neta… Mi cantón me lo quemaron. ¿Quieres otra chela? Yo la invito, ándale manito.

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Tania Ortega García es escritora y periodista. Es egresada de la carrera de Comunicación en CU, y especializada en Literatura Mexicana por la UAM Azcapotzalco. También, es promotora y tallerista sobre derechos humanos, empoderamiento femenino y diversidad cultural.

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