Entre el amanecer y la noche

La calle estaba húmeda debido al calor que hizo todo el día. En el patio se respiraba un aroma familiar a tierra descansada y a cal con cemento fresco. En la escena estábamos los que siempre quedamos para salir después del trabajo y que preferimos llegar medios borrachos a casa y poder dormir bien, al menos, seis horas sin pensar en nada más, sólo enfocándonos en el momento que estamos viviendo, sólo lo que vemos y sentimos, porque a veces, es más sencillo vivir así, un día a la vez.


A veces es normal que se junten los cansancios de tanto trasnochar durante la semana, de ver el tiempo pasar a través del espejo en la pared o de estar sentados en el autobús esperando llegar a otro destino igual de estresante, lleno de gente y de cotidianeidad. Es estresante, también, ver a las mismas personas en la misma posición durante días y de que las horas hagan estragos en nuestra mente. Es más, si pones atención a los cambios, notarás como la enfermedad aparece escondida entre las manías, entre los descansos, entre las malas costumbres.
Es normal, también, que se nos junten dos o más días, dos o más horas, dos o más turnos en las que no se hace nada más que quedarnos estáticos o tratando de lograr algo, pero sin esforzarnos lo suficiente, porque no evitas pensar que no vale la pena; menos aún por más de ocho horas, por menos del sueldo que necesitamos, por qué, ¿qué vale más que el dinero que ganamos aquí?
Así estábamos, sentados alrededor de la mesa, tomando algo frío, cuando se comenzó a hablar acerca de las familias de cada uno de nosotros. Ya saben, esos juegos de ronda de mesa, con reglas no escritas, que tratan de describir una situación (quizá para relajar la tensión entre el baile y la euforia de la sexualidad reprimida entre las reglas del trabajo y la casa) y luego alguien más se alza y grita: «eso no es nada, a mí me pasó que…». Ya saben, estos juegos inevitables de confianza que tanto detesto, pero detesto más la falsa aceptación de todo lo que decimos sobre lo que hacemos.
Sin demorar decidí que me sería menos incómodo hablar si yo decía algo primero, y comencé con un: «El otro día llegaron de sorpresa a la casa unos tíos con mis primos más pequeños, y me encontraron de salida, así que tuve que despedirlos rápido; por eso, me reclamaron durante toda la semana».
Me contestó Jimena, una compañera que recién entró a trabajar al almacén, tenía menos de un mes ahí y ya se llevaba mal con la mitad de su equipo de trabajo: «A mí me sucedía eso mismo todo el tiempo en la casa de mis papás, pero mis hermanas siempre me ayudaban a salir de ahí cuando se los pedía».
Era extraño hablar sobre algo más con ella, pues como dije, no se llevaba bien con el personal del almacén, y que de la nada revelara que tenía hermanas, para mí fue una sorpresa. Fingí poca impresión, aunque no estoy seguro si eso se notó en mi rostro.
Todos comenzaron a hablar sobre ello; era molesto escuchar lo que sabíamos que cada uno diría, porque sucede que cuando convives con varias personas al mismo tiempo durante varias horas al día conoces muy deprisa quienes son.
Los ves comer, quitarse la ropa con la que salen de sus casas y ponerse el uniforme frente a ti, en un espacio pequeño y silencioso. Los escuchas quejarse y enojarse, también reír y compartir baño con ellos. Es difícil no encontrar las simetrías y atonalidades de cada uno de ellos en un par de días. O quizá así era para mí que llevaba toda la vida viviendo en la misma casa pequeña, llena siempre de gente y con poco espacio para pensar en uno mismo. Es más, quizá veía a mis compañeros de trabajo como mis primos molestos que llegaban de repente.
Jimena guardó silencio durante toda la plática, creo que entendió que si continuaba hablando sobre ella, daría más motivos para conocerla mejor. Presiento que esa idea la puso nerviosa, pues entonces estaría expuesta a ser como nosotros. Al fin y al cabo, al ya no decir nada, creo, formó un espejo, pero uno donde no viéramos su reflejo.
A mí me daba vueltas en la cabeza la frecuencia con que decidía escapar de su casa, sólo por el capricho de no hablar con alguien. ¿Era menester mío conocer ese método para usarlo después? O ¿aconsejar no hacerlo? No lo sabía aún, pero creo que me perdí esa noche entre más de alcohol, tequila y cigarros Marlboro de cápsula. Las siguientes dos horas platicamos y bailamos en el bar, alternando las idas y las vueltas entre compañeras y compañeros.
Ahora que lo veo en retrospectiva esos días de fábrica no eran tan malos después de todo. Al menos tenía compañía, y un motivo para no perderme entre tantas ideas de ocio y en ausencia, había al menos un objetivo para vivir.
Estaba seguro que el siguiente fin de semana hablaríamos de este día. Que recordaremos quién se fue con quién y a quién vimos hacer que. Que inventariamos entre todos una historia en el comedor del sindicato para salir ilesos de esa contienda de egos de macho. No diríamos la verdad, eso todos lo sabían. Así siempre quedaba la duda de hasta dónde éramos capaces de llegar.
Ese día por ejemplo, después de dejar a todos en la mesa del bar me fui con Jimena. Pero eso no lo pretendo decir ante ese jurado de estúpidos porque, para empezar, quizá ni me lo creerían. Además, tampoco es como si Jimena fuese la Venus ni yo el Adonis en este océano de pinturas antiguas.
Jimena era guapa, de estatura baja, de cabello negro y caderas anchas, y un delineado estilo pop art de revista gringa vieja. Yo en ese tiempo sólo destacaba por lo joven y la poca experiencia que tenía en comparación con los demás del trabajo…. Pero tampoco era tan improbable que pasara, pues ambos éramos parte de la generación más joven que trabaja ahí y todos sabían que estábamos solteros, además, todos habíamos cometido errores similares, esos de confundir la amabilidad con atención.
Me fui con ella porque tenía la voluntad de hacerlo o eso me hacía creer esa mirada engañosa y esas medias negras debajo de su pantalón rasgado.
Caminamos hasta la parada del autobús y en el camino silencioso y oscuro de la carretera le robé un beso en la mejilla, y ella me lo devolvió. Jugamos un par de minutos hasta que nos besamos en la boca, y ya no nos detuvimos.
El ímpetu creció cuando quedamos solos hasta atrás del autobús. Recordé esos tiempos y lugares cuando cursé la escuela. Me sentí en una especie de sueño donde me reconocí de más joven y sentí, solo de imaginarlo, el placer de aquellos días.
Estaba feliz, no sé si era el alcohol, lo cansado de las fiestas, la quincena recién cobrada, el atareado juego del sexo juvenil o el erotismo del autobús y sus asientos traseros, tan llenos de gozo para quienes no tenemos esperanza en nuestras propias camas, tan a gusto con nuestra situación que parece que nada es mejor.
Bajamos y caminamos juntos, empujándonos un poco, jalando nuestros brazos para darnos un beso rápido, hasta que llegamos a su casa. El piso de su patio era irregular y noté partes de bicicletas destartaladas en la entrada, dos llantas viejas de camión y herramientas tiradas por todos lados.
Me introdujo en su casa, sencilla pero limpia. Me percaté que en los sillones había varios abrigos, dos de ellos eran talla grande y uno pequeño, como de niña.
Ella se desvistió rápido y noté su silueta preciosa, en aquella noche de mis 22 años. La ventana estaba abierta, y el cielo raso del verano cálido se reflejó en los huesos prominentes de sus clavículas afiladas. Nos miramos fijamente, y pensé: que preciosa es la juventud a través de estos momentos.
Dos piernas menos quemadas por el sol que el resto de su cuerpo y diez centímetros más de cabello que le colgaban después de desatarse la trenza me dieron una bochornosa bienvenida. Yo con mi sobrepeso acumulado desde hace años, con la cara marcada por tantos atardeceres caminando bajo el sol y mis expectativas de sentirme bien en ese momento, aceptaba felizmente haber salido de casa hoy, haber bebido lo que bebí y haber desinhibido mi deseo por ese mundo que a veces parece no entender lo que siento ni lo que quiero, al menos, claro, por esa noche.
El poco desorden del cuarto se hizo más evidente después de que mis ojos se aclimataron a la oscuridad. Escuché ruidos en el cuarto de al lado, tres toques rápidos en la puerta y ella salió a decir en voz baja que no había pasado nada, que ya iba a dormir. Yo sólo quedé quieto y en silencio detrás de las sábanas, con medio pantalón de fuera, a la expectativa del miedo.
Conocía ese tono de voz, algo no saldría bien, comencé a arrepentirme de haber caminado esas calles, de haber mirado esos ojos y atravesado esa puerta; pero la idea y la sensación del beso húmedo y cálido me servía para resguardar un poco de cordura en esa situación.
Nos acostamos y nos dimos besos silenciosos, casi susurrados. El cansancio me venció y quedé dormido al lado de ella, en posición de espaldas para después hallarme abrazado por mi pecho a medio sueño. Así comenzó el mes más pesado de mi trabajo y el último que duré en ese almacén.
Seguí hablando después con Jimena, pero no la volví a ver en el bar que quedaba de camino para el banco, y no quiero perder tiempo en pensar que hubiera sido si es que no nos hubiéramos alejado, pero eso no es parte de mi ahora, mejor dicho, creo que eso que vivimos fue lo mejor que tuve de ella porque no hubo nada mejor.
Tiempo después supe que ese abrigo era de su hija. Quizá fue mejor de esa manera. Es difícil cuando descubres la verdad con el pasar del tiempo. ¿Por qué no está la verdad al alcance de todos?
¿Hablaríamos de esto después con alguien?, quizá sí, aunque después de un tiempo seguro me preguntaría a mí mismo «¿Para qué decirles?», pues la desconfianza que siento tiene más sentido si la veo en retrospectiva a través de mi casa y la poca utilidad que tenía para tomar buenas decisiones basadas en mis creencias.
A veces siento que no tengo lugar, menos aún con personas como Jimena, pues a pesar de todo, siempre consideré que ella estaba un peldaño arriba de mí y al menos tenía el valor de creer eso.
Quiero que esto que he vivido no sea en vano, pues en el plan enorme de las cosas, en esa cercanía con Dios, a veces creo que vivo mi vida con desperdicio, y que todo esto valdrá la pena dentro de algunos años, cuando el cuerpo se canse y no pueda moverme como ahora, cuando ya no me reconozca en el espejo, cuando mi mente quede atendida a mis recuerdos, ahí quizá sea mi regocijo, pues entenderé, que al final de todo, esto que ha sucedido, servirá para mostrarme el camino, aunque falta mucho para ello y, por ahora, sólo queda entender este pecho vacío y ese gusto en los recuerdos, eso es lo que quiero en verdad, darme cuenta que esto es útil y real del todo.

Jaime Ciprés Cabrera, escritor y psicólogo. | Instagram: cc_666.