Henri Charles Bukowski llegó a la ciudad de México durante las manifestaciones cardenistas que protestaban por el golpe de estado y la alianza de México con los países del Eje. Venía como periodista enviado por una agencia de noticias de los Ángeles California. Se hospedó en un hotel barato plagado de putas y rodeado de cantinas de mala muerte que estaba en la avenida Anillo de Circunvalación, cerca de la Merced. Lo primero que hizo el gringo, como lo comenzaron a llamar los empleados de aquel cuchitril, fue meterse a la cantina más próxima para empinar el codo como sabía hacerlo desde que era adolescente. Sin más, armó bronca con unos soldados alemanes que bebían cerveza. La radiopatrulla 07 lo detuvo por alteración del orden y lo llevaron a la estación de Tlaxcoaque donde permaneció tres días por negarse a pagar una multa de 25 pesos. Allí no hacía más que rascarse los güevos o agarrarse de los barrotes como chango y observar con ojos fauno a las secretarias que iban y venían entre las oficinas. A ratos se recostaba en el camastro y fumaba haciendo almohada con uno de sus brazos. De vez en cuando se le escuchaba maldecir en inglés o en un español mal pronunciado. Desde el momento de su detención, en el interior de la Radiopatrulla 07, Bukowski hizo amistad con el sargento Santos Martínez García. Ya estando encerrado consiguió que éste le llevara algunas revistas, periódicos y cigarrillos. A Santos le cayó bien el joven periodista que, pese a haber nacido en Alemania y de madre alemana, no le agradaban los alemanes como tampoco le agradaban los japoneses, ni los comunistas, ni los fascistas, ni la humanidad, ni el periodismo. Esto del periodismo es una mierda; una verdadera mariconería, dijo con su pésimo español. Vine sólo por conocer a las putas de este país, le confesó al policía, y porque me dieron buena paga por enviar notas que además son inventadas por la imaginación de mi pluma literaria, y rio como si fuera un niño que acabara de confesar una bribonada. Lo mío es la literatura, remató; algún día seré escritor de verdad. El sargento Santos Martínez García, le dijo que tenía un amigo que se llamaba José Revueltas quien estaba escribiendo una novela que se titularía Los muros de agua. El futuro novelista se interesó y Santos le prometió que en cuanto hubiera oportunidad se lo presentaría. Bukowski le preguntó que cómo estaban las cosas con la intervención alemana. Santos le dijo que de la chingada, que la Gestapo había llegado para perseguir a los líderes comunistas que se escondían dentro de la ciudad. Mierdas, masculló el periodista; me meo y me cago en la puta Gestapo. Ojalá cayera una bomba que borrara la humanidad. Todos rieron por el acento gracioso del gringo.


Cuando Bukowski salió de la estación de policía, lo primero que hizo fue meterse a una cantina que estaba por ahí cerca y se bebió unos caballitos de tequila que tan bien le supieron desde el primer día en que estuvo en la capital mexicana. Santos lo acompañó con un par de cervezas. No acostumbro mucho el alcohol; no beber es una disciplina que me quedó desde que practicaba la lucha libre, se justificó el policía. Bukowski le tocó los bíceps poderosos al policía. ¡Strong!, exclamó.
Ya entrada la noche, Bukowski se retiró a su hotel sin estrellas no sin antes pasar a beberse otros caballitos más en la misma cantina donde días antes había armado camorra. Antes de entrar al hotel, orinó ruidosa y abundantemente en un poste. Mientras lo hacía, sintió la mirada en su espalda. Terminó de mear, se sacudió con fuerza y volteó a ver de quién eran los ojos que le miraban con insistencia. Era una joven prostituta morena de rasgos casi indígenas. Bukowski se sorprendió por aquella belleza autóctona; en medio de la borrachera, sintió que estaba frente a una presencia mitológica. Aquella noche Bukowski contrató los servicios de la sexoservidora a la que sus amigas llamaban la «Techincoyota».
A partir de aquel día, Bukowski y la Techincoyota se hicieron amantes de tiempo completo. Ella le confió su vida sin regateos. Era de Catemaco, le explicó al gringo, allá había crecido y allá había sido violada por un cacique, un político afiliado al Partido de la Revolución Mexicana, cuando tenía diez años. También le contó que ella era producto de una violación. Su padre adoptivo, un alcohólico, había sido asesinado a machetazos en una riña de borrachos. Entonces ella y su madre se vinieron a vivir a la capital donde trabajaron de sirvientas en una casa donde nuevamente fueron violadas por el patrón y por el hijo del patrón. Su madre tuvo a un niño, pero la Techincoyota abortó. Fue entonces que una amiga la metió al oficio de la prostitución. Le iba bien, era guapa y tenía un cuerpo magnífico lo que le redituaba buenas ganancias. Le comenzaron a decir la Techincoyota porque ella platicaba que de niña comía techincoyotes. A todas la prostitutas les caía bien, porque en era una buena muchacha, decían. Pronto se volvió líder y famosa dentro del gremio porque no le gustaba el abuso del que eran objeto sus compañeras y las defendía.Bukowski seguía disfrutando los cheques que le llegaban de Los Ángeles California cada mes; también disfrutaba del tequila y los mariachis en la plaza Garibaldi donde solía pasear por las noches acompañado de la Techincoyota. El futuro novelista se había comprado un sombrero de charro que lucía por las cantinuchas céntricas de la capital mexicana en compañía de la prostituta. Eh, gringo, le decían los borrachines, cuenta, cuenta ¿cómo se vive en los Estados Unidos? De la mierda, contestaba. Y todos pegaban la risotada divertidos por su pésima pronunciación del español. Pero la Techincoyota que había aprendido querer a aquel hombre y a entender aquel español mal pronunciado, repelaba las burlas. Órale, no se pasen de cábulas con mi gringo, les decía. Lo que traigan con él, lo traen conmigo. En una ocasión ella y él se enfrentaron contra varios hombres porque uno de ellos insultó a Bukowski llamándole cara de empedrado. Si bien él no entendió aquella expresión, fue ella quien sintió la infamante frase. Cara de empedrado tiene tu madre, güey, le gritó al cargador de la Merced que había lanzado la injuria. Éste se lanzó, navaja en mano, contra la mujer, pero ella lo recibió con un certero botellazo que lo dejó fuera de combate. Se armó el pleito donde volaron sillas y botellas; la Techincoyota descalabró a botellazos a más de uno; Bukowski también mandó al suelo a varios sujetos que intentaban derribarlo; se notaba que era bueno para las peleas de cantina. La Techincoyota mostró la lealtad de la que era capaz con aquel hombre. Luego de aquel combate el futuro escritor y la prostituta se perdieron entre las sombras de la ciudad. Una patrulla de soldados alemanes los vio haciendo zigzag en una banqueta. Bukowski les gritó algo que nadie entendió. Los alemanes les hicieron señas obscenas y les gritaron insultos. Por toda respuesta, la Techincoyota les arrojó piedras sin ninguna puntería. ¡Güeros pendejos!, les grito. Bukowski imitó la expresión, sin mucho resultado. Los integrantes de la patrulla pasaron de largo entre chiflidos y risotadas.
Después de las parrandas Bukowski se acurrucaba en los brazos de la Techincoyota quien había aprendido a quererlo a la buena, como decía ella. Él solía soltar algunas lágrimas ante el espejo por aquel cuerpo y aquel rostro, castigados y deformados por el acné. ¿Verdad que soy horrible?, le preguntaba a la prostituta, ¡estoy en el culo del mundo!, exclamaba. Y ella le contestaba que no y lo abrazaba y lo besaba. Bukowski le platicó que en alguna ocasión, su abuela intentó curarle esos malditos granos con un crucifijo; la vieja creía que tenía metido al diablo en cuerpo. La Techincoyota se rio y abrazó al gringo, con más ganas. Bukowski muchas veces se quedaba dormido en aquel abrazo. Y cuando despertaba y no veía a la Techincoyota a su lado se sentía abrumado por la tristeza y la soledad, como flotando en la nada, sin nada de donde asirse. Por las noches, cuando ella regresaba a su lado, le preguntaba que por qué se iba si él la necesitaba. Tengo una hermana y un hermano casi un niño, además una madre enferma de artritis que debo cuidar y sostener. Me voy por las mañanas para ver que estén bien, y llevarles dinero. El la abrazaba. Había algo en aquella mujer que le despertaba cierto sentimiento de amor y piedad. Luego sacaba un fajo de billetes de una sucia cartera y se lo daba; ella siempre tomaba lo que consideraba justo y le devolvía el resto. Te quiero a la buena, gringo. Soy ley contigo. De no ser porque necesito el dinero para mantener a mi familia, me quedaba a vivir contigo, así nomás, de a gratis. Y él alzaba la botella de tequila brindando a la salud de aquella mujer; nunca había conocido a ninguna como ella. Recordó que allá en su tierra, las mujeres eran algo imposible para él, fuera de su alcance y por eso aparentaba que ellas no existían. Pero la Techincoyota era distinta. Y entonces gritaba, ¡viva México!, con su pésimo español. La Techincoyota reía como sólo ella sabía hacerlo, con una risa bonita y fresca; aquella risa es hermosa como sus piernas, pensó Bukowski. El escritor tomaba un cuadernillo de notas y escribía en medio de aquella borrachera: «tenía las piernas más hermosas que jamás hubiera visto hasta entonces y desde entonces debí haberla amado más de lo que la amé…» ¿Qué escribes?, le preguntaba ella. Un poema para ti, pretty Woman, contestaba Bukowski. A mí háblame en español, aunque no te salga bien, le decía la mujer.
Había noches en que no salían. Se quedaban a beber en aquel cuarto maloliente y mal iluminado, a platicar de las cosas de la vida. Bukowski le hablaba de su infancia y de sus proyectos novelísticos y de cómo quería conformar aquellas historias que traía dentro de la cabeza. Ella, a pesar de ser semianalfabeta, le escuchaba con atención. Él le explicaba que la vida en los Estados Unidos no era tan buena como parecía, que había mucha pobreza, mucha discriminación y que los alemanes eran unos hijos de mil putas que querían poblar el planeta con pura raza blanca, que si se adueñaban del mundo, él, por su fealdad, iría a dar a un campo de exterminio y harían jabón con la mucha grasa de sus furúnculos.
La Techincoyota entonces intentó curar a Bukowski con un remedio que había visto cuando era niña, allá en Catemaco. Compró un tlacuache vivo y lo pasó por el cuerpo desnudo del gringo, durante varios días. Una y otra vez. Él se dejó hacer aquello sin ninguna esperanza. Lo abscesos llenos de grasa permanecieron inamovibles, aferrados en su sitio. Ella se apenó por su fracaso. Para salir de momento bochornoso la Techincoyota le preguntó: ¿Por qué vinieron aquí los alemanes? Porque quieren adueñarse del mundo entero, querida, contestaba Bukowski. Además en tu país hay mucho petróleo y ellos lo quieren para seguir haciendo la guerra. También quieren invadir mi país, le dijo. ¿De eso vas a escribir?, preguntaba la mujer. De toda la porquería humana, contestaba él mientras daba grandes sorbos a su botella de tequila.
Ya entrada la noche, Bukowski se retiró a su hotel sin estrellas no sin antes pasar a beberse otros caballitos más en la misma cantina donde días antes había armado camorra. Antes de entrar al hotel, orinó ruidosa y abundantemente en un poste. Mientras lo hacía, sintió la mirada en su espalda. Terminó de mear, se sacudió con fuerza y volteó a ver de quién eran los ojos que le miraban con insistencia. Era una joven prostituta morena de rasgos casi indígenas. Bukowski se sorprendió por aquella belleza autóctona; en medio de la borrachera, sintió que estaba frente a una presencia mitológica. Aquella noche Bukowski contrató los servicios de la sexoservidora a la que sus amigas llamaban la «Techincoyota».
A partir de aquel día, Bukowski y la Techincoyota se hicieron amantes de tiempo completo. Ella le confió su vida sin regateos. Era de Catemaco, le explicó al gringo, allá había crecido y allá había sido violada por un cacique, un político afiliado al Partido de la Revolución Mexicana, cuando tenía diez años. También le contó que ella era producto de una violación. Su padre adoptivo, un alcohólico, había sido asesinado a machetazos en una riña de borrachos. Entonces ella y su madre se vinieron a vivir a la capital donde trabajaron de sirvientas en una casa donde nuevamente fueron violadas por el patrón y por el hijo del patrón. Su madre tuvo a un niño, pero la Techincoyota abortó. Fue entonces que una amiga la metió al oficio de la prostitución. Le iba bien, era guapa y tenía un cuerpo magnífico lo que le redituaba buenas ganancias. Le comenzaron a decir la Techincoyota porque ella platicaba que de niña comía techincoyotes. A todas la prostitutas les caía bien, porque en era una buena muchacha, decían. Pronto se volvió líder y famosa dentro del gremio porque no le gustaba el abuso del que eran objeto sus compañeras y las defendía.Bukowski seguía disfrutando los cheques que le llegaban de Los Ángeles California cada mes; también disfrutaba del tequila y los mariachis en la plaza Garibaldi donde solía pasear por las noches acompañado de la Techincoyota. El futuro novelista se había comprado un sombrero de charro que lucía por las cantinuchas céntricas de la capital mexicana en compañía de la prostituta. Eh, gringo, le decían los borrachines, cuenta, cuenta ¿cómo se vive en los Estados Unidos? De la mierda, contestaba. Y todos pegaban la risotada divertidos por su pésima pronunciación del español. Pero la Techincoyota que había aprendido querer a aquel hombre y a entender aquel español mal pronunciado, repelaba las burlas. Órale, no se pasen de cábulas con mi gringo, les decía. Lo que traigan con él, lo traen conmigo. En una ocasión ella y él se enfrentaron contra varios hombres porque uno de ellos insultó a Bukowski llamándole cara de empedrado. Si bien él no entendió aquella expresión, fue ella quien sintió la infamante frase. Cara de empedrado tiene tu madre, güey, le gritó al cargador de la Merced que había lanzado la injuria. Éste se lanzó, navaja en mano, contra la mujer, pero ella lo recibió con un certero botellazo que lo dejó fuera de combate. Se armó el pleito donde volaron sillas y botellas; la Techincoyota descalabró a botellazos a más de uno; Bukowski también mandó al suelo a varios sujetos que intentaban derribarlo; se notaba que era bueno para las peleas de cantina. La Techincoyota mostró la lealtad de la que era capaz con aquel hombre. Luego de aquel combate el futuro escritor y la prostituta se perdieron entre las sombras de la ciudad. Una patrulla de soldados alemanes los vio haciendo zigzag en una banqueta. Bukowski les gritó algo que nadie entendió. Los alemanes les hicieron señas obscenas y les gritaron insultos. Por toda respuesta, la Techincoyota les arrojó piedras sin ninguna puntería. ¡Güeros pendejos!, les grito. Bukowski imitó la expresión, sin mucho resultado. Los integrantes de la patrulla pasaron de largo entre chiflidos y risotadas.
Después de las parrandas Bukowski se acurrucaba en los brazos de la Techincoyota quien había aprendido a quererlo a la buena, como decía ella. Él solía soltar algunas lágrimas ante el espejo por aquel cuerpo y aquel rostro, castigados y deformados por el acné. ¿Verdad que soy horrible?, le preguntaba a la prostituta, ¡estoy en el culo del mundo!, exclamaba. Y ella le contestaba que no y lo abrazaba y lo besaba. Bukowski le platicó que en alguna ocasión, su abuela intentó curarle esos malditos granos con un crucifijo; la vieja creía que tenía metido al diablo en cuerpo. La Techincoyota se rio y abrazó al gringo, con más ganas. Bukowski muchas veces se quedaba dormido en aquel abrazo. Y cuando despertaba y no veía a la Techincoyota a su lado se sentía abrumado por la tristeza y la soledad, como flotando en la nada, sin nada de donde asirse. Por las noches, cuando ella regresaba a su lado, le preguntaba que por qué se iba si él la necesitaba. Tengo una hermana y un hermano casi un niño, además una madre enferma de artritis que debo cuidar y sostener. Me voy por las mañanas para ver que estén bien, y llevarles dinero. El la abrazaba. Había algo en aquella mujer que le despertaba cierto sentimiento de amor y piedad. Luego sacaba un fajo de billetes de una sucia cartera y se lo daba; ella siempre tomaba lo que consideraba justo y le devolvía el resto. Te quiero a la buena, gringo. Soy ley contigo. De no ser porque necesito el dinero para mantener a mi familia, me quedaba a vivir contigo, así nomás, de a gratis. Y él alzaba la botella de tequila brindando a la salud de aquella mujer; nunca había conocido a ninguna como ella. Recordó que allá en su tierra, las mujeres eran algo imposible para él, fuera de su alcance y por eso aparentaba que ellas no existían. Pero la Techincoyota era distinta. Y entonces gritaba, ¡viva México!, con su pésimo español. La Techincoyota reía como sólo ella sabía hacerlo, con una risa bonita y fresca; aquella risa es hermosa como sus piernas, pensó Bukowski. El escritor tomaba un cuadernillo de notas y escribía en medio de aquella borrachera: «tenía las piernas más hermosas que jamás hubiera visto hasta entonces y desde entonces debí haberla amado más de lo que la amé…» ¿Qué escribes?, le preguntaba ella. Un poema para ti, pretty Woman, contestaba Bukowski. A mí háblame en español, aunque no te salga bien, le decía la mujer.
Había noches en que no salían. Se quedaban a beber en aquel cuarto maloliente y mal iluminado, a platicar de las cosas de la vida. Bukowski le hablaba de su infancia y de sus proyectos novelísticos y de cómo quería conformar aquellas historias que traía dentro de la cabeza. Ella, a pesar de ser semianalfabeta, le escuchaba con atención. Él le explicaba que la vida en los Estados Unidos no era tan buena como parecía, que había mucha pobreza, mucha discriminación y que los alemanes eran unos hijos de mil putas que querían poblar el planeta con pura raza blanca, que si se adueñaban del mundo, él, por su fealdad, iría a dar a un campo de exterminio y harían jabón con la mucha grasa de sus furúnculos.
La Techincoyota entonces intentó curar a Bukowski con un remedio que había visto cuando era niña, allá en Catemaco. Compró un tlacuache vivo y lo pasó por el cuerpo desnudo del gringo, durante varios días. Una y otra vez. Él se dejó hacer aquello sin ninguna esperanza. Lo abscesos llenos de grasa permanecieron inamovibles, aferrados en su sitio. Ella se apenó por su fracaso. Para salir de momento bochornoso la Techincoyota le preguntó: ¿Por qué vinieron aquí los alemanes? Porque quieren adueñarse del mundo entero, querida, contestaba Bukowski. Además en tu país hay mucho petróleo y ellos lo quieren para seguir haciendo la guerra. También quieren invadir mi país, le dijo. ¿De eso vas a escribir?, preguntaba la mujer. De toda la porquería humana, contestaba él mientras daba grandes sorbos a su botella de tequila.
Una noche, mientras permanecían desnudos sobre la cama, movido por una extraña fuerza, Bukowski comenzó a besarle los pies a la Techinkoyota. ¿Por qué lo haces?, le preguntó ella, sorprendida por aquel gesto. Sabes, le explicó Bukowski, hay una bonita historia que escribió un ruso hace más de cincuenta años. Trata de una prostituta como tú, que tenía que mantener a sus hermanos, a su madre tuberculosa y a su padre borracho. Un día un estudiante enamorado de ella le besó los pies diciéndole: «no me inclino ante ti, sino ante toda la humanidad doliente.» Y entonces, María Dolores de la Piedad alias la Techincoyota, originaria de Catemaco y prostituta del barrio de la Merced, lloró como nunca antes había llorado.
*Cuento trabajado en el taller literario de Armando Vega Gil.
Edmundo Martínez García, CDMX. Docente Normalista, Licenciado en Letras Latinoamericanas, Maestro en Ciencias de la Educación y Doctorado en Literatura. Ha colaborado en revistas universitarias y culturales del oriente del Edomex y Morelos. Ha publicado Mano de Gato Cuentos de la tradición Oral, Si lo ves, dile al general Vicente Guerrero que los nazis ya están aquí, una invención ficcional de lo más variopinta. En 2018, publicó El bigote de Chaplin, cinco relatos ficcionales trabajados en el taller que dirigía el escritor Armando Vega Gil.
*Cuento trabajado en el taller literario de Armando Vega Gil.
Edmundo Martínez García, CDMX. Docente Normalista, Licenciado en Letras Latinoamericanas, Maestro en Ciencias de la Educación y Doctorado en Literatura. Ha colaborado en revistas universitarias y culturales del oriente del Edomex y Morelos. Ha publicado Mano de Gato Cuentos de la tradición Oral, Si lo ves, dile al general Vicente Guerrero que los nazis ya están aquí, una invención ficcional de lo más variopinta. En 2018, publicó El bigote de Chaplin, cinco relatos ficcionales trabajados en el taller que dirigía el escritor Armando Vega Gil.