Ahuítzotl

«Hay un animal en esta tierra que vive en el agua, nunca oído, el cual se llama Ahuítzotl; es tamaño como un perrillo…, tiene el cuerpo negro y muy liso, tiene la cola larga y en el cabo de la cola una como mano de persona.»  
Fr. Bernardino de Sahagún, Historia General de las cosas de la Nueva España.


Aquella fría mañana de inicios de invierno, el viejo Celestino se despertó más temprano de lo habitual, cuando la luna todavía iluminaba fuertemente la oscuridad. Las primeras nochebuenas debían estar listas para su traslado y la noche anterior, no pudo empacarlas.


Al levantarse, Celestino se echó su viejo gabán, se acercó al anafre, encendió el carbón para prepararse un café, un taco de carne y frijoles. Dejó el alimento calentándose, salió de su choza y miró a Coyote, su viejo perro que seguía durmiendo, y levantó la vista hacia la luna, que iluminaba la silueta de los lejanos volcanes y los viejos ahuejotes que proyectaban siniestras sombras. También sintió el viento que corría helado y observó la neblina que se posaba en su chinampa y en los canales de la laguna de Xochimilco.
Celestino sacó un maltrecho cigarro marca "Buen Tono", se lo llevó a la boca y lo encendió. A lo lejos, sobre la ribera de los canales, se iluminaban un par de luces rojas. A Celestino no le causó extrañeza aquella imagen y caminó hacia un estanque de agua, en el cual metió sus fuertes y morenas manos, para echarse agua en la cara y cabello.
El hombre entró a su choza y advirtiendo que ya hervía el café y la comida, se acercó para apagar el fuego y servirse. De pie, Celestino comió, y mientras le aventaba cachos de carne a Coyote, repasó sus actividades matutinas. Prepararía las nochebuenas, las acomodaría en huacales e iría al centro del pueblo para ver a su compadre Timoteo, quien le compraba las flores. 
Cuando estaba comiendo un último taco, Celestino escuchó un agitado ruido afuera de la choza, un ruido que provenía de los canales. Tomó su machete, una lámpara de petróleo y salió de nueva cuenta a la intemperie. Coyote lo siguió en la penumbra.
Celestino caminó con paso firme, a su lado Coyote olfateaba con las orejas en punta, siempre alerta.
Al acercarse a la ribera, y teniendo cerca la hilera de ahuejotes que terminaban en lo alto de la noche, Celestino notó muy inquieto a Coyote. El viejo con voz ronca trató de calmarlo, mientras ladeaba la lámpara para tener un mayor rango de iluminación.
De pronto, Celestino escuchó un rumor que salía de las aguas, una especie de lloriqueo, ¿pero qué significaba aquello?
Agudizando el oído, Celestino se percató de que el llanto se oía lejano, pero salía de lo profundo del canal. De nuevo, intentó acercar la lámpara hacia las aguas pero sólo pudo observar la oscuridad.
Desconfiado, intentó alejarse de la orilla, pero de nuevo se escuchó el llanto. «¡Un escuincle!», aseguró Celestino con los ojos bien abiertos, tratando de mirar lo más que le permitía la oscuridad.
Coyote ladraba ferozmente y Celestino intentó empuñar su machete, mientras seguía escuchando el lloriqueo, tal vez una ánima que había caído a la laguna en tiempos inmemoriales y que ahora trataba de decirle algo.
Celestino se percató de que algo movía las oscuras aguas y que poco a poco se acercaba a la orilla, mientras Coyote ladraba desaforadamente. Con mirada aterrorizada, Celestino alcanzó a ver lo que parecía una mano humana que, con sus cinco dedos, emergía en la orilla de la laguna.
La mano humana se detuvo ante Celestino. Una burbuja de agua se formó en la laguna y cuando Coyote se lanzó hacia la mano ferozmente, esta lo tomó del cuello para ahogarlo en la profundidad.
El viejo estaba aterrado, con su fuerte mano en el puño del machete, pero sin poder mover ni un milímetro de su cuerpo. El llanto se había difuminado y ahora se escuchaba un gruñido que se confundía con el de Coyote, que peleaba valientemente, tratando de zafarse de unas garras que lo aprisionaban y lo hundían al fondo del canal.
Tras unos instantes de ardua lucha, los llantos y gruñidos cesaron y también la turbulencia de las aguas.
Coyote había sido sumergido hacia la profundidad y Celestino estaba petrificado, sólo con un par de lágrimas que salían de sus ojos.
La calma regresó a la laguna y el sol proyectaba sus primeros rayos desde el oriente, iluminando los grandes volcanes y las aguas cristalinas de la laguna y canales de Xochimilco.
Al mediodía, el compadre Timoteo fue a buscar a Celestino, pues no se había aparecido en por el pueblo con su cargamento de nochebuenas, lo cual le preocupó. La sorpresa de Timoteo fue mayor, cuando al llegar a la chinampa de Celestino, este se encontraba parado en la orilla de la laguna, mirando hacia la nada, con la mirada perdida y la piel azulada, muy diferente al color moreno oscuro que identificaba a Celestino.
Timoteo se acercó a Celestino y trató de moverlo. El cuerpo del viejo se pulverizó al instante, lo que hizo que Timoteo saliera corriendo del lugar, gritando aterrado por lo que había sucedido.
Si Timoteo hubiera esperado un momento más y hubiera volteado al canal, hubiera observado cómo el cuerpo de Coyote emergía de la profundidad de las aguas, destrozado, con los huesos roídos y atenazado por una cola peluda, lisa y mojada, que terminaba en una especie de zarpa con cinco dedos muy parecidos a los de un ser humano.


Josué Flores Lara, soy escritor y periodista. Me gusta la literatura, el rock y el futbol. Colaboro en diversos proyectos culturales. Fundé la Editorial Perro Muerto, ahora, Diente de León, sello bajo el que publiqué la obra conjunta: «Encuentros». Contacto: joss.pjfl@gmail.com