Una tarde más

A la muerte, a la vida y a la capacidad de cambiarlas.

Cuando llegué a la Plaza de las Tres Culturas, era casi mediodía. Un mediodía gris, a punto de llover. Ya había soldados y policías. Nada que no se hubiera visto en los tres meses que llevaba el paro estudiantil.

Estudiantes sobre camión quemado 1968

Semanas atrás, habíamos dejado de «volantear». Por la cercanía de la inauguración de los Juegos Olímpicos, el ejército había ocupado C. U. y el Casco de Santo Tomás. Ya habían detenido a muchos líderes del movimiento en aquellas ocupaciones. Los que logramos escapar, estábamos en la semiclandestinidad: moviéndonos de casa en casa y de hotel en hotel; queríamos proteger a nuestros padres, abuelos y gente cercana.
 
«¡Chingada madre, te lo dije!», me increpó mi padre después de que el gobierno nos «aventara» sus tanquetas para desalojarnos del Zócalo en la marcha del 27 de agosto. «¡Con el gobierno no se juega!, ¿o qué, de verdad quieren ponerse con Sansón a las patadas?». Yo le contesté que sí, que a como nos tocara. Mi padre, furioso, me tomó del brazo, y a empujones, me metió a mi recámara. 

Afuera se escuchaba el sollozo de mi madre. Le dolía el trato que me daba mi padre, pero ella prefería eso, a que siguiera yendo a esas juntas de «vándalos comunistas, que sólo quieren desprestigiar a México y, además, quieren instaurar un sistema en donde lo primero que harán, es destruir la imagen de la Virgen de Guadalupe». 

De pie, en medio de la Plaza, de frente al edificio Chihuahua, desde donde los oradores hablarían esa tarde, mis pensamientos se centraban en aquellos regaños de mi familia. Percibí que el cielo oscurecía. Un helicóptero llevaba rato volando en círculos, a veces muy bajo, por lo que alcancé a ver que adentro había soldados. 

La Plaza comenzó a llenarse. Cuatro amigos de mi Facultad me encontraron. Los noté nerviosos, les invité un cigarro y pareció que me pasaron su nervio (al encender los cerillos, mi mano temblaba). «Dicen que ya no marcharemos al Casco», dijo uno. «Yo pensé que saldríamos al Zócalo», dijo otro. «Ni madres, que bueno que ya no. La verdad este es mi último mitin. Mejor voy a ir a los eventos de la Olimpiada. Quiero conocer a una francesa», concluyó otro. Todos reímos. 

Después de conversar un rato, me invitaron a ir con ellos más al frente. Les dije que no, desde donde me encontraba, podría oír y ver bien a los oradores. Se despidieron de mí y les ofrecí otro cigarro, nadie lo aceptó. Tampoco nadie imaginó que sería la última vez que nos veríamos.
El mitin comenzó a las cuatro de la tarde. Me senté en el piso de la Plaza, como casi todos los oyentes. López Osuna de Economía comenzó a hablar. Habló de las detenciones de días anteriores y de una probable huelga de hambre para exigir la liberación de los compañeros detenidos.
Yo no vi, pero en ese momento, escuché una especie de zumbido que caía del cielo, era la señal: la balacera comenzó.

Traté de levantarme, no ubicaba quien disparaba las balas. Todas las personas alrededor de mí, de un salto, se incorporaron y trataron de correr en todas direcciones, pero también de todos lados salían las balas.
Logré ver un hueco entre la gente que trataba de huir. Quise salir corriendo por él, pero a mi espalda, alcancé a ver una especie de resplandor que salía desde el helicóptero que estaba volando muy bajo. 

Entonces, sentí una bala gruesa atravesando la parte trasera del hueso parietal de mi cráneo, perforó mi cerebro y encontró salida en mi ojo izquierdo, desparramando toda la masa encefálica. Caí al piso, sentí una bota gruesa aplastando una de mis manos.
 
Perdí para siempre la noción de tiempo. Ya no hubo día, ni noche, ni mañana, ni mucho menos tarde. 

Dos personas levantaron mi cuerpo (la lluvia arrastró los pedazos de mi cerebro y cráneo y, seguramente, los depositó como ofrenda en los cimientos de los restos prehispánicos de Tlatelolco, a los pies del antiguo convento a Santiago, el patrón de la guerra de los conquistadores españoles), caminaron con él y lo aventaron en una ambulancia con decenas de cuerpos amontonados, uno sobre el otro. A un lado yacía Regina, joven y bella edecán, cuyo atuendo, que usaría para los Juegos Olímpicos, lucía ensangrentado. Del otro lado, el cuerpo de un chico, un niño de unos doce años con el abdomen y el pecho baleados.
Nadie acudió a reconocer mi cuerpo en la morgue. Como tantos otros, antes y después, me depositaron en una fosa común. Mi madre y mi padre estarán muy decepcionados por no haberme encontrado: ningún sacerdote absolvió mis pecados.
 
Me siguieron acompañando cuerpos. No sólo de esa tarde en Tlatelolco, muchos cuerpos del Jueves de Corpus fueron enterrados a mi lado. No sé sus nombres, tampoco ellos el mío, pero me platicaron de las guerrillas en Guerrero, Sinaloa y el mismo D. F. 

En la fosa me enteré de muchas otras cosas que ocurrieron: un terremoto, en donde muchas costureras murieron aplastadas (algunas fueron enterradas junto a mis pies descarnados, casi en cenizas). Levantamientos indígenas. 43 estudiantes engañados, asesinados y reducidos en ácido.
Creí que México se iba a levantar, que no iba a permitir que siguieran enterrando a sus hijos. Pero me equivoqué, nada pasó. Esperé justicia para mí y para los miles que cayeron después, pero nadie hizo nada. La vida siguió. 

Muchos pensaron (yo también lo hice) que esa tarde en Tlatelolco iba a cambiar al país; que a partir de ese momento, habría paz y justicia para todos. Pero aquella tarde sólo cambió la vida de unas familias, de unos cuantos padres, de unas cuantas madres que perdieron a sus hijas y a sus hijos (como dijo el gorila Díaz Ordaz, años después) dentro de una fiesta de balas y sangre digna de una barbarie. Como siempre: hubo víctimas, pero no victimarios. Porque en este país, nunca pasa nada, a no ser que te toque a ti o a alguien que conoces.

Josué Flores Lara (@joss_187) | Escritor y editor