A Heriberto:
Donde quiera que estés,
aún siento tus caricias sobre
mi rostro.
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El siete vidas, relato sobre la Revolución de Esther Cervantes. |
Contemplé durante horas aquel cadáver que me había dado la vida, miré detenidamente su rostro marchito, aquellos ojos tristes, de mirada amarga, el carmín de sus labios se había desvanecido. Su cabello negro como las noches que padecimos buscando a mi padre, tejían sus trenzas de filigrana. El esbelto y casi cadavérico cuerpo de mi madre, ahora ya sin vida, me venían a recordar que estaba solo en el mundo. Me puse a rezar.
— Padre Nuestro que estás en los cielos…
El alba me anunciaba que era mi tercer día atado al cuerpo de mi madre. Me levanté, me bambolearon mis piernas, miré a mi alrededor, el cielo estaba azul y el sol relumbraba, parecía que echaba fuego. El viento era seco, cálido como cuando se acerca uno a la lumbre del fogón. Había una fila de pirules, parecía que me estaban contemplando, esperando que no estuviera muerto; sus ramas se movían como si me quisieran acariciar; de repente se me nubló la visión, vi a mi madre dándome los brazos, los árboles danzaban a mi alrededor, sentí una brisa… recordé a mi padre y el jacal donde vivíamos, mis guajolotes, la vaca flaca y los perros, parecía estar contemplando la fotografía de mi vida. Miré al sol, un rayo me deslumbró, desvanecí…
—Pos yo creo que´ ste ya se nos peló. ¿No crees compadre?
—¡No!, to’ vía está calientito, ‘ta chamaco, se ve que ‘ra su madrecita, probe güerfanito.
—¿Y si se lo llevamos a don Antonio? Ves, que’ s rete güena gente.
—Mira Jacinto, no hay que meternos en problemas y mejor dejarlo quesilo coman los zopilotes, no vaiga hacer que sea una trampa y nos tiesén.
Jacinto terminó por convencer al otro peón que me llevaran a la hacienda de ese tal Don Antonio. Quería gritar que mejor me dejaran morir, total, ya para que quería seguir aquí, había perdido a mi padre, a mi madre y ahora hasta mi propia voluntad. El camino fue largo, los dos hombres permanecieron mudos, yo no podía abrir los ojos, eran pesados como si todo el sueño se cargara a mis párpados. Llegamos a la hacienda donde nos recibió Florinda, la criada.
—Pos yo creo que´ ste ya se nos peló. ¿No crees compadre?
—¡No!, to’ vía está calientito, ‘ta chamaco, se ve que ‘ra su madrecita, probe güerfanito.
—¿Y si se lo llevamos a don Antonio? Ves, que’ s rete güena gente.
—Mira Jacinto, no hay que meternos en problemas y mejor dejarlo quesilo coman los zopilotes, no vaiga hacer que sea una trampa y nos tiesén.
Jacinto terminó por convencer al otro peón que me llevaran a la hacienda de ese tal Don Antonio. Quería gritar que mejor me dejaran morir, total, ya para que quería seguir aquí, había perdido a mi padre, a mi madre y ahora hasta mi propia voluntad. El camino fue largo, los dos hombres permanecieron mudos, yo no podía abrir los ojos, eran pesados como si todo el sueño se cargara a mis párpados. Llegamos a la hacienda donde nos recibió Florinda, la criada.
—¿Ora pos de onde sacaron a ese chamaco? ¡Ave maría purísima, pos está muerto!
—Mira vieja no seas metiche, háblale a Don Toño— dijo Jacinto—¡Pero pélale que’ ste se nos muere!
—Mira vieja no seas metiche, háblale a Don Toño— dijo Jacinto—¡Pero pélale que’ ste se nos muere!
Habían pasado tres años desde que mi madre había fallecido, siempre lo recordaba con dolor pero sobre todo con odio y esa sed de venganza aumentaba. Don Antonio y su esposa Margarita me adoptaron como si fuera su hijo. Yo les ayudaba a cuidar y despachar la tienda donde se podía encontrar desde un alfiler hasta una mula. Una mañana de marzo de 1913, el corazón me despertó de un salto, se comenzaron a escuchar tambores, balas, gritos. De repente Florinda se metió gritando:
—¡Ahí vienen los sombrerudos!
Don Antonio tomó el rifle y mandó llamar a los peones. En un sótano que había reservado para esa ocasión, guardó lo necesario, a todas las mujeres y niños de la casa, incluyéndome a mí. Yo me negué, le rogué que me dejara estar con él.
Por mi mente se presentó la oportunidad de vengarme de esos malditos sombrerudos. Ellos me habían arrebatado a mi madre, sólo porque se negó a que la tocaran y no sé qué barbaridades más querían hacerle, huimos y por la espalda le dieron un tiro, los muy cobardes.
Don Antonio salió hablar con el Caudillo que le pidió comida, semillas, mulas y armas, él accedió con tal que no tocaran a nadie que estuviera dentro de la hacienda. Así se pasaron varios meses, embriagándose, peleando y matando. Don Antonio se estaba quedando en la ruina.
Los sombrerudos como peste estaban exterminando todo lo que veían a su paso. Un día cuando estaba ayudando a cerrar la tienda, oímos los gritos de una mujer, me recordaron a los gritos que daba mi madre cuando esos malditos la agarraron. Don Antonio se asomó, era una niña. Para qué describir lo que le hacían a esa pobre muchacha, basta con decir que ningún dolor era más fuerte como el de aquella pobre desamparada.
—¡Suéltenla perros infelices o si no quieren que les parta toda su cara!
— dijo Don Antonio.
Me quedé estupefacto al ver tal espectáculo. Miré la escena con el odio que no sólo desgarraba mi corazón sino también mi alma. Con rabia reaccioné, me acerqué con paso firme y tome una piedra, la aventé; aquella roca tocó la piel de uno de los hombres, perforando su orgullo para que jamás olvidara mi rostro, el de un verdadero hombre.
—¡Mira chamaco jijo de la tiznada, yo no dejo que ningún maricón me aviente una piedra y mucho menos que un viejo venga a gritarme!
Ordenó a su tropa nuestro fusilamiento. Según esto, como prueba de que en Puebla y a donde fuera, el que mandaba era él y se le tenía que obedecer. Nos ataron de pies y manos y nos aventaron en el piso del centro del pueblo, delante de toda la gente nos dieron el tiro de gracia…
Santa María
Ruega por él.
Santa madre de dios
Ruega por él
Santa virgen de las vírgenes
Ruega por él.
Los murmullos y sollozos me despertaron, no era un sueño, me estaban velando junto al cadáver de mi padre. Comencé a moverme, no podía hablar. Mi cuerpo estaba amortajado con tela. Escuché que gritaban, todos salieron corriendo, unos cuantos se desmayaron. Sólo Margarita, mi madre adoptiva, se quedó a mi lado.
—¡Estás vivo hijito de mi vida!— dijo y comenzó a llorar.
El médico del pueblo dijo que había sido un milagro, pues la bala sólo me había rozado. Margarita decidió que mejor era marcharme a la capital a estudiar, así los sombrerudos no se enterarían que aún estaba con vida.
Partí a un colegio de la ciudad, donde comencé a estudiar medicina. Siempre compraba los diarios para enterarme de lo que ocurría en la Revolución, hasta que un día recibí una carta de Florinda:
Me quedé estupefacto al ver tal espectáculo. Miré la escena con el odio que no sólo desgarraba mi corazón sino también mi alma. Con rabia reaccioné, me acerqué con paso firme y tome una piedra, la aventé; aquella roca tocó la piel de uno de los hombres, perforando su orgullo para que jamás olvidara mi rostro, el de un verdadero hombre.
—¡Mira chamaco jijo de la tiznada, yo no dejo que ningún maricón me aviente una piedra y mucho menos que un viejo venga a gritarme!
Ordenó a su tropa nuestro fusilamiento. Según esto, como prueba de que en Puebla y a donde fuera, el que mandaba era él y se le tenía que obedecer. Nos ataron de pies y manos y nos aventaron en el piso del centro del pueblo, delante de toda la gente nos dieron el tiro de gracia…
Santa María
Ruega por él.
Santa madre de dios
Ruega por él
Santa virgen de las vírgenes
Ruega por él.
Los murmullos y sollozos me despertaron, no era un sueño, me estaban velando junto al cadáver de mi padre. Comencé a moverme, no podía hablar. Mi cuerpo estaba amortajado con tela. Escuché que gritaban, todos salieron corriendo, unos cuantos se desmayaron. Sólo Margarita, mi madre adoptiva, se quedó a mi lado.
—¡Estás vivo hijito de mi vida!— dijo y comenzó a llorar.
El médico del pueblo dijo que había sido un milagro, pues la bala sólo me había rozado. Margarita decidió que mejor era marcharme a la capital a estudiar, así los sombrerudos no se enterarían que aún estaba con vida.
Partí a un colegio de la ciudad, donde comencé a estudiar medicina. Siempre compraba los diarios para enterarme de lo que ocurría en la Revolución, hasta que un día recibí una carta de Florinda:
Poniente. Puebla. 20 de junio de 1913
Señor Salvador Cervantes Cuesta
Moneda No. 13
Ciudad de Méjico
Chava:
Aquí sete estraña mucho, el cura a un no se recupera del susto que le metistes, el día del belorio, orita yo y tu madre tamos bibiendo con doña Panchita. Los Sombrerudos se enteraron que stas bibo y tomarón la asienda y la tienda como cuartel. Don Ramón me ayudó a escribir sta carta, no le dijas a tu madre no quere que te procupes. Todo estará bien pronto tu madre se irá a Méjico.
Florinda.
Mis ojos se llenaron de lágrimas ante la noticia, no podía permitir que esos infelices se salieran con la suya. Tomé mis maletas y me fui a Puebla a ver a Margarita y a defender lo que me pertenecía. Llegué de madrugada, parecía que el gallo lo anunciaba con su canto celestial. Toqué la puerta de doña Panchita. Se asomó uno de los peones, me miró y palideció; parecía que miraba a un fantasma.
—Que hay Rogelio, no te´spantes, soy Chava.
Aquí sete estraña mucho, el cura a un no se recupera del susto que le metistes, el día del belorio, orita yo y tu madre tamos bibiendo con doña Panchita. Los Sombrerudos se enteraron que stas bibo y tomarón la asienda y la tienda como cuartel. Don Ramón me ayudó a escribir sta carta, no le dijas a tu madre no quere que te procupes. Todo estará bien pronto tu madre se irá a Méjico.
Florinda.
Mis ojos se llenaron de lágrimas ante la noticia, no podía permitir que esos infelices se salieran con la suya. Tomé mis maletas y me fui a Puebla a ver a Margarita y a defender lo que me pertenecía. Llegué de madrugada, parecía que el gallo lo anunciaba con su canto celestial. Toqué la puerta de doña Panchita. Se asomó uno de los peones, me miró y palideció; parecía que miraba a un fantasma.
—Que hay Rogelio, no te´spantes, soy Chava.
—Dispénseme niño, pos ve que a usté es le dicen el siete vidas, no vaiga a ser que en una de´sas nos dé la sorpresa.
Entré a la casa, miré alrededor, no había un alma que deambulara por ahí. Mandaron llamar a Margarita, al verme me abrazó y besó. Su amedrentado aliento no me engañaba, le pregunté qué había pasado, me contó que los sombrerudos se habían adueñado de todo y que el Caudillo juró matarme como a un perro rabioso.
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El siete vidas, Revolución Mexicana. |
Entré a la casa, miré alrededor, no había un alma que deambulara por ahí. Mandaron llamar a Margarita, al verme me abrazó y besó. Su amedrentado aliento no me engañaba, le pregunté qué había pasado, me contó que los sombrerudos se habían adueñado de todo y que el Caudillo juró matarme como a un perro rabioso.
—Mira hijo, ya no tiene sentido pelear, vámonos, ahora mismo tomo mis maletas y nos vamos— dijo Margarita.
Me negué, quería pelear de frente con ese maldito, matarlo como lo había hecho con las personas que más amaba. Dormí un poco. Cuando desperté fui a ver la hacienda y la tienda, todo estaba desecho, no quedaba nada. Se acumulaba una razón más para enfrentarme con ese bandido. Lo busqué, pregunté por él y nadie me dio razón. Parecía que lo protegían.
—Díganle que lo anda buscando a quien sus balas no lo pudieron alcanzar.
La noche abrazó al pueblo, cuando de repente, Jacinto llegó.
—Niño, mire que lo ando buscando, el Caudillo tiene a Margarita, el muy maldito la agarró y dice que si se sente tan hombre que vaiga a pelear con él.
Ese infeliz era un cobarde, parece que sabía donde me dolía. Corrí como nunca, no sé si fue miedo u odio lo que impulsaba a mis piernas seguir el trote de un venado. Llegué a la tienda.
Me negué, quería pelear de frente con ese maldito, matarlo como lo había hecho con las personas que más amaba. Dormí un poco. Cuando desperté fui a ver la hacienda y la tienda, todo estaba desecho, no quedaba nada. Se acumulaba una razón más para enfrentarme con ese bandido. Lo busqué, pregunté por él y nadie me dio razón. Parecía que lo protegían.
—Díganle que lo anda buscando a quien sus balas no lo pudieron alcanzar.
La noche abrazó al pueblo, cuando de repente, Jacinto llegó.
—Niño, mire que lo ando buscando, el Caudillo tiene a Margarita, el muy maldito la agarró y dice que si se sente tan hombre que vaiga a pelear con él.
Ese infeliz era un cobarde, parece que sabía donde me dolía. Corrí como nunca, no sé si fue miedo u odio lo que impulsaba a mis piernas seguir el trote de un venado. Llegué a la tienda.
—¿Dónde está ese bandido?
—¡Ira ya llegó la niña!, pos si tan hombre te sientes ve que t´está esperando en su hacienda, con tu madre que seguro se´stan divirtiendo.
—¡Maldito, que no se atreva a ponerle las manos encima porque lo mato!
Entré al patio principal de la hacienda, ya me esperaba el Caudillo. Tenía de los cabellos a mi madre.
—¿Qué mi andabas buscando? ¡Fíjate que naiden, y menos un mariquita como tú me falta al respeto! Y si tan macho te sientes pos entralé a los fregadazos.
—Pero a puño limpio sin armas, a ver si tan hombre eres. El que gane para rematar le da el tiro de gracia al otro, ¡estamos!
—¡Estamos!— dijo el Caudillo.
Aquel escenario era de gladiadores disputándose el honor. Tiraba golpes cargados de aquella rabia que me comía el alma, sentía en cada golpe una paz. Por fin cuerpo a cuerpo estaba luchando con aquella mole de destrucción. No entiendo por qué quería matarme si ya lo había hecho. Ahora no permitiría que lastimara a lo único que tenía en el mundo, Margarita, mi nueva madre. Todos gritaban y apostaban a favor del Caudillo. Hasta que de pronto, un derechazo lo mandó al piso. Al gran jefe lo había vencido un mariquita, como él me decía. Unos comenzaron a reírse, por primera vez aquel hombre había sentido vergüenza. En el piso cayó su orgullo. Se levantó, tomó a Margarita y la aventó hacia donde yo estaba. No podía creerlo, lo había vencido; pero no quería matarle, porque si lo mataba me convertiría en alguien como él. Tomó su arma y me dijo.
—Aquí ´sta el arma. ¡Mátame marica, si no yo lo hago!
Le respondí con un movimiento negativo y me dirigí hacia donde se encontraba mi madre.
—Mira chamaco que yo soy gente de palabra y no me gustan los maricas que no cumplen, y sabes qué les hago a los que no cumplen…
—Aquí ´sta el arma. ¡Mátame marica, si no yo lo hago!
Le respondí con un movimiento negativo y me dirigí hacia donde se encontraba mi madre.
—Mira chamaco que yo soy gente de palabra y no me gustan los maricas que no cumplen, y sabes qué les hago a los que no cumplen…
—Pues si así lo desea mi Caudillo— le dije en forma irónica —yo obedezco, el que tire primero. No importa, aquí se verá quién es el más hábil.
El escenario anunciaba a dos hombres disputándose el honor. De un lado, un hombre cualquiera, insignificante ante los ojos de todos; enfrente, otro hombre respetable que no le temía a nada. Su nombre era Zapata, el gran Caudillo del Sur.
En el firmamento se apreció una parvada asustada por el sonido de un disparo…
El siete vidas, de Esther Cervantes, fue publicado originalmente bajo el sello de Editorial Perro Muerto, en septiembre de 2018.
El escenario anunciaba a dos hombres disputándose el honor. De un lado, un hombre cualquiera, insignificante ante los ojos de todos; enfrente, otro hombre respetable que no le temía a nada. Su nombre era Zapata, el gran Caudillo del Sur.
En el firmamento se apreció una parvada asustada por el sonido de un disparo…
El siete vidas, de Esther Cervantes, fue publicado originalmente bajo el sello de Editorial Perro Muerto, en septiembre de 2018.