Itzel Fernández Ortega
Las cintas de la directora de cine Sofia Coppola son hipnóticas, en ellas hay escenarios nihilistas de la sociedad actual; la vida, en sus obras, es una ensoñación deliciosa. Con gran sensibilidad, presenta símbolos y metáforas sobre el tiempo y la vida. Basta con recordar su primer largometraje, Vírgenes suicidas, en el que la muerte, más que un fin, es un símbolo de liberación.![]() |
| Lost in Translation, de Sofia Coppola, 2003. |
La mayor parte de los personajes de Coppola son introspectivos, viven dentro de sí mismos, son emocionales, esto les hace parecer jóvenes e inocentes. Mientras en las atmósferas, la directora combina colores tenues con tonos oscuros; silencios con bullicios; soledad rodeada de aglomeraciones y espacios amplios con artículos impecablemente ordenados o en desorden. Tales elementos le otorgan a sus obras un sentido cálido y a la vez distante. Su narrativa ―salvo en la cinta The bling ring― está llena de ternura, dulzura y emotividad. Sin embargo, en todas sus obras hay un encuentro con la apatía, la soledad y la nostalgia.
Perdidos en Tokio
En la cinta Perdidos en Tokio (2003), Sofia Coppola muestra a una de las ciudades más grandes del mundo como un lugar donde cualquiera puede perderse. Japón es una metáfora sobre el mundo actual, sobre la sociedad distraída por la modernidad y el ruido.La historia nos describe a dos personajes solitarios, incomprendidos, llenos de anhelos difíciles de satisfacer. Ella, Charlotte (Scarlett Johansson), una mujer joven quien con desesperación desea encontrar su vocación; él, Bob (Bill Murray), un hombre maduro quien se encuentra insatisfecho por su desempeño profesional y su vida de casado. Sin embargo, aunque el contexto en el que se sitúa su encuentro es desalentador, también está lleno de esperanza, deja de ser fortuito para colmarse de sentido.
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| Bill Murray y Scarlett Johansson. |
La diferencia de edad que hay entre los personajes no es
casualidad, hay una razón para esto: aquellas parejas que semejan la relación
entre padre e hija se basan en la protección de uno y el dejarse proteger por
el otro. En ese trato existe la atención y se abandona la soledad. Es un amor
filial en el que, según lo dicho por Platón, se traduce en amistad y afecto,
sin excluir el deseo. La sexualidad entre ambos está implícita.
La delicadeza expositiva de la cineasta en esta historia, llena de matices opuestos, concuerda. Hace de una pérdida, un descubrimiento. Visualmente, las fotografías en la cinta son paisajes oníricos, momentos difíciles de olvidar, entre los que destaca la primera y última visita de Charlotte a un templo budista. En la primera ocasión, ella no comprende nada de lo que ahí ve, y le angustia no sentir; una vez que conoce a Bob, regresa a aquel templo y admira lo que antes no pudo ver. Los momentos que Charlotte y Bob comparten son fugaces, los silencios que hay entre ellos detienen el tiempo. En esos instantes se olvidan de la introspección y se sumergen en la tranquilidad que les brinda la compañía.
La obra, autobiográfica por cierto, deja un claro desdén de la directora hacia la cultura japonesa, lo muestra cuando ironiza y exagera las actuaciones de los personajes japoneses. De hecho, los protagonistas no muestran interés por relacionarse con algún habitante de aquella ciudad. Charlotte y Bob no disfrutan la comida japonesa, no comprenden ni desean comprender el idioma y no se sienten atraídos por alguna de las actividades que realizan en ese país, empero esto no significa del todo un rechazo, sino una incomprensión.
La cineasta no entiende el contexto que ha elegido para desarrollar su historia que lejos de ser una mala crítica, funciona como metáfora: Tokio es el mundo. Inconscientemente la directora rechaza el mecanismo de la vida, sin embargo, a través de su historia, muestra esperanza en ella.

